Cristo demostró durante su vida que poseía un poder fuera de lo común. Sus palabras dejaban extasiadas a las multitudes y atónitos a sus adversarios. Cuando se llevó a sus tres discípulos al jardín del Getsemaní, les reveló una faceta que ellos nunca pensaron ver, la de la fragilidad. Todos tenemos comportamientos contradictorios. Tenemos una necesidad paranoica de que las personas conozcan nuestros éxitos y nos aplaudan, pero ocupamos nuestras miserias, no nos gusta mostrar nuestras fragilidades. El Maestro tuvo el valor de confesar a los tres amigos íntimos aquello que estaba guardado dentro de sí. Dijo con todas las letras: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte»(Mateo 26:38). ¿Cómo es posible que alguien tan fuerte, que sanó leprosos, ciegos, que resucitó muertos, confiese que estaba envuelto en una profunda angustia? ¿Cómo es posible que alguien que no tuvo miedo de ser víctima de apedreamiento, diga ahora que su alma estaba profundamente triste, deprimida hasta la muerte?

Los discípulos acostumbrados a la fama y al poder del Maestro, quedaron extremadamente abatidos con su dolor y su fragilidad. Nunca imaginaron que dijera esas palabras. Jesús era para ellos más que un superhombre, era alguien que tenía la naturaleza divina. En el concepto humano, Dios no sufre, no tiene miedo, no siente dolor ni ansiedad y, mucho menos, desesperación. Dios está por encima de los sentimientos que perturban la humanidad. Aun así, surgió en Galilea alguien que declaró con todas las letras ser el propio Hijo de Dios y afirmó que tanto Él como su Padre tenían emociones, se preocupan, aman a cada ser humano en particular. El pensamiento de Jesús revolucionó el pensamiento de los judíos que adoraban a un Dios inalcanzable. Los discípulos también tuvieron sus paradigmas religiosos rotos. No avanzaban a entender que aquel que consideraban Hijo de Dios estuviese revestido de la naturaleza humana, que fuera un hombre genuino. Los discípulos no estaban conscientes de que el Maestro seria condenado, herido y crucificado, no como el Hijo de Dios, sino como el hijo del hombre. Todo el sufrimiento que Jesús pasó fue como hombre, un hombre como cualquiera. Los azotes, las espinas y los clavos de la cruz penetraron en un cuerpo físico humano. Él sintió los dolores como cualquier ser humano que pasa por los mismos sufrimientos.

Durante años, aquellos jóvenes galileos contemplaron el mayor espectáculo de la tierra. Vieron con un amigo que los protegió, consoló y cuidó. Anduvieron con una persona dotada de poderes sobrenaturales. Un día, una viuda de la ciudad de Naín perdió a su único hijo. Lloraba desconsolada siguiendo la marcha fúnebre. Cristo vio sus lágrimas y se compadeció profundamente del dolor y la soledad de aquella madre. Entonces, sin que ella supiera quien era Él, detuvo el cortejo, tocó el ataúd donde estaba el muerto y lo resucitó. Las personas quedaron espantadas con lo que hizo, pues nunca habían oído hablar de que alguien tuviera ese poder. Quince minutos en que el cerebro quede sin irrigación sanguínea son suficientes para provocar lesiones irreversibles, causando grandes daños a la inteligencia. El hijo de aquella mujer ya estaba muerto varias horas, cuando Jesús lo resucitó. ¡Qué poder tenía ese hombre para realizar algo tan extraordinario! Pero en el Getsemanì, Jesús tuvo actitudes inesperadas. ¿Cómo es posible que alguien que tiene un poder jamás visto en toda la historia de la humanidad tenga el coraje de decir que su alma está profundamente triste? ¿Cómo es posible que alguien que se puso al nivel del

Dios eterno e infinito necesite de amigos mortales y finitos para confesar su dramática angustia? ¿Qué hombre en la historia reunió esas características totalmente opuestas en su personalidad?

[quote align=»center» color=»#666666″]No olvides que Cristo Viene[/quote]

Pastora Iris N. Torres Padilla