Ningún padre se puede quedar sin hacer nada cuando su hija o hijo sufre. Jairo no pudo: «Cuando volvió Jesús, le recibió la multitud con gozo; porque todos le esperaban. Entonces vino un varón llamado Jairo, que era principal de la sinagoga, y postrándose a los pies de Jesús, le rogaba que entrase a su casa; porque tenía una hija única, como de doce años, que estaba muriendo» (Lucas 8:40-42). Jairo era un líder de la comunidad de Capernaúm, «uno de los principales de la sinagoga» (Marcos 5:22). Alcalde, obispo, abogado del gobierno, todo en uno. La clase de hombre que una ciudad enviaría a darle la bienvenida a una persona famosa. Pero cuando Jairo se acercó a Jesús en la costa del mar de Galilea, no estaba representando a su pueblo; estaba rogando a favor de su hija.

La urgencia no dio lugar a las formalidades de su saludo. No formuló una venia, no ofreció cumplidos, solo una oración de pánico. Uno de los Evangelios dice así: «(Jairo) luego que le vio, se postró a sus pies, y le rogaba mucho, diciendo: Mi hija está agonizando; ven, y pon las manos sobre ella para que sea salva y vivirá» (Marcos 5:22-23). Jairo no es el único que en las páginas de los Evangelios corrió para rogar por un hijo. Una madre salió corriendo de las colinas cananeas clamando: «Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí. Mi hija es gravemente atormentada por un demonio» (Mateo 15:22). El padre de un hijo atormentado por un espíritu buscó ayuda de parte de sus discípulos y luego de Jesús. Con lágrimas clamó: «Creo, ayuda mi incredulidad» (Marcos 9:24). La madre cananea. El padre con un hijo epiléptico. Los tres de una sociedad muy particular del Nuevo Testamento; padres que luchaban por hijos enfermos. En una mano tenían su propia incapacidad de hacer algo mientras extendían la otra hacia Cristo. En cada caso Jesús respondió. Él nunca despidió a alguien sin ayudarlo. Su bondad constante emite un anuncio bien acogido: Jesús presta atención a la preocupación en el corazón de un padre o una madre.

[quote align=»center» color=»#05E852″]Todas las personas le pertenecen a Dios, incluyendo a los pequeñitos que se sientan a nuestra mesa.[/quote]

Después de todo, nuestros hijos primero fueron sus hijos. «He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre»(Salmo 127:3). Antes que fueran nuestros, eran de Él. Y aun cuando son nuestros, todavía le pertenecen. Tendemos a olvidarnos de este hecho y consideramos a nuestros hijos como «nuestros», como si tuviéramos la última palabra en cuanto a su salud y su bienestar. No la tenemos. Todas las personas le pertenecen a Dios, incluyendo a los pequeñitos que se sientan a nuestra mesa. Sabios son los padres que en forma regular le dan los hijos de nuevo a Dios. Abraham fue un famoso modelo de eso. El padre de la fe también era padre de un hijo, Isaac. Abraham y Sara esperaron casi un siglo que naciera ese hijo. No sé qué es lo más sorprendente, que Sara estuviera embarazada a la edad de noventa años, o que ella y Abraham a esa edad todavía estuvieran tratando de concebir. De todos los regalos que Dios les dio a Abraham, ese fue el más difícil: «Toma ahora a tu hijo, tu único Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Génesis 22:2).

Abraham puso la montura al asno, tomó a Isaac y a dos sirvientes, y viajó al lugar del sacrificio. Cuando vio el monte a la distancia, instruyó a los sirvientes que se quedaran allá y esperaran. E hizo una declaración que es digna de notar especialmente: «Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos allí y adoraremos, y volveremos a vosotros» (Génesis 22:5). Fíjate en la confianza de Abraham: «Volveremos», “Consideraba Abraham que Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos, y así, en sentido figurado, recobró a Isaac de entre los muertos» (Hebreos 11:19). Dios interrumpió el sacrificio y salvó a Isaac. Jairo esperaba lo mismo para su hija. Él le suplicó a Jesús que fuera a su casa (Lucas 8:41). Este padrino estaba contenido con ayuda a larga distancia; él quería que Cristo estuviera bajo su techo, que caminara por sus cuartos y que se parara al lado de la cama de su hija. Quería que la presencia de Cristo permeara su casa. Padres, esto es algo que podemos hacer. Podemos ser intercesores leales y tenaces. Podemos llevarle a Cristo los temores que tenemos como padres. En efecto, si no lo hacemos, vamos a descargar nuestros temores con nuestros hijos. El temor convierte a algunos padres en guardias de prisión paranoicos, que vigilan cada minuto y le hacen un chequeo a los antecedentes de cada amigo. Reprimen el crecimiento y comunican falta de confianza. Una familia que no provee lugar para respirar, sofoca a su hijo. Por otro lado, el temor también puede crear padres permisivos. Por temor de que su hijo se vaya a sentir demasiado confinado o limitado, bajan todos los límites. Mucha importancia a los abrazos y poca a los límites. No se dan cuenta de que la disciplina apropiada es una expresión de amor. Son padres permisivos. Padres paranoicos. Entonces, ¿Cómo podemos evitar los extremos? Orando. 

[quote align=»center» color=»#05E852″]Recuerda que Cristo viene.[/quote]

Pastora Iris N. Torres Padilla