«Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23). Nosotros somos colaboradores de Dios. ¿Colaboradores? ¿Dios y yo trabajando juntos? Imagínese el cambio de paradigma que esto produce. En lugar de presentarles informes a Dios, trabajamos con Dios. En lugar de reportarnos a Él y luego salir, nos presentamos a Él y luego le seguimos. Siempre estamos en la presencia de Dios. Nunca dejamos la iglesia. Nunca hay un momento que no sea sagrado. Su presencia jamás disminuye. Nuestra noción de su presencia puede vacilar, pero la realidad de su presencia jamás cambia. Esto me lleva a una gran pregunta: ¿Si está perpetuamente presente, es posible disfrutar de comunión incalculable con Él?

 «Cuando Dios hablaba más fuerte, Jesús hablaba más fuerte»

La relación de Jesús con Dios era mucho más profunda que una cita diaria. Nuestro Salvador siempre estaba consciente de la presencia de su Padre. Escuche sus palabras: «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente” (Juan 5:19). «No puedo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo» (Juan 5:20). «Yo soy en el Padre, y el Padre en mi» (Juan 14:11). Es claro que Jesús no actuaba a menos que viera al Padre actuar. No juzgaba sino cuando oía al Padre juzgar. Ningún acto ni obra ocurría sin la dirección del Padre. Sus palabras suenan a las de un traductor. Cuando Jesús anduvo en esta tierra, siempre estaba «traduciendo» a Dios. Cuando Dios hablaba más fuerte, Jesús hablaba más fuerte. Cuando Dios hacia algún ademán, lo mismo Jesús. Él estaba tan sincronizado con el Padre que pudo declarar: «Yo soy en el Padre, y el Padre en mi» (Juan 14:11). Era como si oyera una voz que otros no podían oír.

Jesús podía oír lo que otros no podían, actuaba en forma diferente a la de ellos. ¿Recuerda cuando todo el mundo estaba preocupado por el hombre que había nacido ciego? Jesús no. De alguna manera Él sabía que la ceguera revelaría el poder de Dios (Juan 9:3). ¿Recuerda cuando todo el mundo estaba afligido por la enfermedad de Lázaro? Jesús no. En lugar de acudir apresuradamente al lado de la cama de su amigo, dijo: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, ara que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Juan 11:4). Fue como si Jesús pudiera oír lo que nadie más podía. ¿Qué relación puede ser más íntima que aquella? Jesús tenía una comunión ininterrumpida con su Padre. ¿Supone usted que el Padre desea lo mismo para nosotros? En forma absoluta. El apóstol Pablo dice que hemos sido predestinados para ser «hechos conforme a la imagen de su Hijo» (Romanos 8:29). Permítame recordarle que Dios le ama tal como usted es, pero rehúsa dejarlo así. Él quiere que usted sea como Jesús. Dios desea tener con usted la misma permanente intimidad que tenía con su Hijo… ¿y usted lo desea?

«Ten presente que Cristo viene»

Pastora Iris N. Torres Padilla