Hay una ventana en tu corazón a través de la que puedes ver a Dios. Había una vez cuando esa ventana estaba limpia y transparente. La vista que tenía de Dios era lozana. Podía ver a Dios tan vívidamente como podía ver un valle apacible o la falda de un cerro. Los vidrios estaban limpios, el marco perfecto. Usted conocía a Dios. Sabía como Él trabajaba. Sabía lo que Él quería que usted hiciera. Sin sorpresas. Nada inesperado. Sabía que Dios tenía su voluntad y continuamente usted descubría cual era. De pronto, esa ventana se agrietó. Una piedra la rompió. Una piedra de dolor. Cualquiera haya sido la forma de la piedra, el resultado fué el mismo: una ventana hecha pedazos. La piedra golpeó el panel y la destruyó. El golpe rezonó por los pasillos del corazón. Las grietas surgieron desde el punto de impacto, creando una telaraña de piezas fragmentadas. Y de repente Dios no era tan fácil de ver. La visión que había sido tan lozana había cambiado. Se volvió para ver a Dios y su figura estaba distorsionada. Era difícil verlo a través del dolor. Era difícil verlo a través de los fragmentos de su herida. En el momento en que la piedra golpeó, el vidrio se transformó en un punto de referencia para usted. De ahí en adelante, hubo vida antes del dolor y hubo vida después del dolor. Antes de su dolor, la vista era clara; Dios se veía muy cercano. Después de su dolor, bueno, fue más difícil ver. Perecía más distante… difícil de percibir. Su dolor distorsionaba la vista. No la eclipsaba pero si la distorsionaba.

Ya había oído de ti, pero, ahora te he visto. Todo sucedió en un día. Un día podía escoger jugar golf en los clubes más exclusivos de la nación; al día siguiente ni siquiera podía ser de caddie. Un día podía viajar en su avión privado para ver la pelea de boxeo de los pesos completos en Las Vegas Mirage. Al día siguiente, ni siquiera podía pagar un bus que lo llevara al centro de la ciudad. Estamos hablando de calma que se convierte en caos…..La primera cosa que perder es un imperio. El mercado se derrumba; sus activos caen estrepitosamente. Lo que es líquido se seca. Lo que iba para arriba ahora va para abajo. Las acciones pierden su valor y Job está arruinado. Se sienta en su silla de piel ante su escritorio de fina madera que pronto será subastado, y suena el teléfono que le anuncia la calamidad número 2. Los chicos estaban en un hotel para pasar los días festivos y llegó una tormenta que los mató. Lleno de pánico y horrorizado, Job mira por la ventana para ver el cielo que se oscurece gradual y rápidamente. Empieza a orar, diciéndole a Dios que las cosas no pueden ir peor… Y eso es exactamente lo que ocurre. Siente un dolor en el pecho que es mucho más que una indigestión por los raviolis de anoche. Lo próximo que recuerda es que lo están metiendo en una ambulancia con cables conectados a todo su cuerpo y agujas insertadas en los brazos. Termina conectado a una máquina que monitorea el funcionamiento del corazón en el cuarto de un hospital comunitario. Al lado de él yace un inmigrante ilegal que sabe una palabra en español. Job, sin embargo, no le falta con quién conversar. Primero, está su esposa. ¿Quién puede culparla por estar enojada con las calamidades de la semana? ¿Quién puede culparla por decirle a Job que maldiga a Dios? Pero, ¿maldecir a Dios y morirse? Si hasta ahora Job no se había sentido abandonado, Imagínese como se siente ahora que su esposa le dice que se desconecte de la máquina y termine con todo.

 Job mira por la ventana para ver el cielo que se oscurece gradual y rápidamente. Empieza a orar, diciéndole a Dios que las cosas no pueden ir peor… Y eso es exactamente lo que ocurre. Siente un dolor en el pecho que es mucho más que una indigestión por los raviolis de anoche»

Luego están sus amigos. Parecen sargentos al lado de la cama y tienen la compasión de un asesino con una sierra eléctrica recién activada. Una versión revisada de su teología podría leerse así: «Muchacho, tienes que haber sido realmente malo. Sabemos que Dios es bueno, pero si te han sobrevenido cosas malas, tiene que ser porque te has portado mal. Punto». ¿Ayudan a Job aquellas palabras? Difícil. «No soy un hombre malo» les dice Job. «Pago mis impuestos, soy colaborador activo en causas humanitarias. Soy un importante contribuyente del Ejército de Salvación y sirvo como voluntario en el bazar del hospital” Job es, según su percepción, un hombre bueno. Y un hombre bueno, en su criterio, merece que lo traten bien. Job comienza a ignorarlos poco a poco y se va escondiendo debajo de las sábanas. Le duele la cabeza. Le arden los ojos. No soporta el dolor en las piernas. No está para más homilías sin sentido. Sin embargo, su pregunta sigue sin recibir respuesta: «Dios, ¿por qué me está ocurriendo esto a mí? Entonces Dios habla. En el trueno, Él habla. En el cielo, Él habla. A todos los que pondríamos comillas a las preguntas de Job y cambiaríamos su nombre por el nuestro, Él habla.

Dios habla. Para el padre que sostiene una rosa que tomó del ataúd se su hijo, Él habla. Para la esposa que recoge la bandera del féretro de su esposo, Él habla. Para la pareja con el vientre estéril y las oraciones fervientes, Él habla. Para cualquiera que haya tratado de ver a Dios a través de los vidrios rotos, Él habla. Para todos los que en algún momento nos hemos sentido tentados a decir: «Si Dios es Dios, entonces…», Dios habla. Él habla fuera y dentro de la tormenta, porque ahí es donde está Job. Allí es donde se escucha mejor a Dios. La voz de Dios retumba en el cuarto. El se sienta, se incorpora. Y ninguno de los dos volverá a ser el mismo. «¿Quién es el que oscurece mi consejo con palabras sin sabiduría?». Job no responde. «Ahora ciñe como varón tus lomos; yo te preguntaré, y tú me contestarás». “¿Dónde estabas tú cuando puse los fundamentos de la tierra? Dímelo, si tanto sabes». Una pregunta hubiera sido suficiente para Job, pero no para Dios. “¿Sabes tú como fueron determinadas sus dimensiones y quien hizo la investigación?» pregunta Dios. «Qué es lo que sostiene su fundamento y quien puso la piedra angular, ¿como cuando las estrellas de la mañana cantaban juntas y todos los ángeles gritaban de gozo?» Las preguntas siguen. Caen como cortinas de lluvia. Rocían las cámaras del corazón de Job con soledad y belleza y terror y dejan cualquier a Job que haya vivido, empapado y sin habla, viendo al Maestro redefinir quién es quién en el universo.

Las preguntas de Dios no tienen la intención de enseñar; tienen la intención de conmocionar. No tienen la intención de iluminar; tienen la intención de hacer despertar. No tienen la intención de agitar la mente; tienen la intención de hacer doblar las rodillas. Finalmente, la débil mano de Job se levanta y Dios se detiene lo suficiente como para que él responda. «¿No soy nada, cómo podría encontrar las respuestas? Mejor me tapo la boca y guardo silencio. Ya he dicho demasiado». El mensaje de Dios ha dado en el blanco: Job es un campesino, diciéndole al Rey cómo debe gobernar su reino. Job es un analfabeto, diciéndole a un doctor en idiomas como escribir los pronombres personales. Job es el carga bates, diciéndole a Babe Ruth que cambie su posición para batear. Job es el barro, diciéndole al alfarero que no presione tan duro. «No le debo nada a nadie», declara Dios en el crescendo del viento. «Todo lo que hay debajo del cielo es mío». Job no podía argüir. Dios no le debe nada a nadie. Ni explicaciones, ni excusas, ni ayuda. Dios no tiene deudas, ni cuentas por pagar ni favores que devolver. Dios no le debe nada al hombre. Lo que hace más asombroso el hecho que Él mismo dio todo. Es clave la forma en que usted interprete esta presentación santa. Usted puede interpretar, si quiere, el reiterativo mensaje de Dios como una andanada divina lanzada a la cara. Puede usar la lista de preguntas no contestadas para probar que Dios es duro, cruel y distante. Puede usar el libro de Job como evidencia que Dios nos da preguntas pero no respuestas. Pero si quiere hacerlo, necesitará unas tijeras. Porque necesitará cortar el resto del libro de Job. Porque eso no fue lo que Job oyó. Toda si vida Job había sido un hombre bueno. Toda su vida había creído en Dios. Toda su vida había discutido sobre Dios, tenía nociones acerca de Él y había orado a Él. Pero en la tormenta Job lo vio.

Job vio a Dios en la tormenta. Vio la Esperanza. Al Amante. Al Destructor. Al Poseedor. Al Soñador. Al Libertador. Job ve la tierna ira de un Dios cuyo amor sin fin es a menudo recibido con particular desconfianza. Job se alza como una brizna de yerba contra el esplendor del fuego consumidor de Dios. Las demandas de Job se funden como cera al Dios descorrer la cortina y la luz del cielo cubre, sin eclipses, toda la tierra. Job ve a Dios. Es este punto, Dios no pudo haberse alejado. El mazo había caído y el veredicto había sido dado. El Juez Eterno había hablado. Ah, pero Dios no está enojado con Job. ¿Firme? Sí. ¿Directo? Sin duda. ¿Claro y convincente? Absolutamente. ¿Pero enojado? No. Dios nunca se irrita por la luz que despide la lámpara de uno que le busca sinceramente. Si usted quiere subrayar un pasaje en el libro de Job, debe subrayar este: «De oídas te había oído; más ahora mis ojos te ven». Job ve a Dios, y eso es suficiente. Pero no es suficiente para Dios. Los años que siguen encuentran de nuevo a Job sentado ante su escritorio de caoba con la salud restaurada y las ganancias creciendo. Sus rodillas están otra vez llenas de hijos y nietos y bisnietos de cuatro generaciones. Si Job alguna vez se cuestiona porque Dios no le devuelve los hijos que le quitó, no lo pregunta. Quizás no lo hace porque sabe que sus hijos nunca podrían estar más felices que en la presencia de Aquel a quién ha visto tan brevemente. Algo me dice que Job estaría dispuesto a pasar de nuevo por todo lo que pasó si eso era lo que hacía falta para oír la voz de Dios y estar en su presencia. Aún si Dios lo dejara con sus llagas y sus cuentas, Job lo haría de nuevo. Porque Dios le dio más de lo que Job jamás soñó. Dios se dio a sí mismo.

¡Mi casa… es la casa de todos!

Pastora Iris N. Torres Padilla