Testimonio de Eduardo Hernández:
Fui criado en las bancas de la iglesia. Desde chiquito acompañaba a mis padres a la casa del Señor. Escuchaba atentamente la música y la adoración y lo que podía entender de la predicación. Años creciendo en tal ambiente lograron que se me fuera sembrando inconscientemente la Palabra de Dios. Recuerdo que muchas veces me era fácil recitar versículos comúnmente repetidos en los altares. ¡Gracias a Dios por su Palabra!
Al pasar el tiempo, me topo con mi adolescencia. Siempre había tenido cierta sensibilidad al poder de la Palabra de Dios y al toque de su Espíritu. Sin embargo, no había tenido una experiencia personal con Dios. Muchas veces, particularmente en esta etapa turbulenta de la pubertad, pasaba innumerables veces a los llamados de salvación y reconciliación. Solía predicarse en el púlpito un mensaje más de juicio que de salvación. La única salvación que hallaba del tormento eterno del infierno, no era Jesús, era el altar. Erróneamente, para escapar del castigo de fuego, pasaba aterrado a profesar a un Cristo que no conocía. Al Jesús que salva y está interesado en mí, no lo conocía; incluso, no me corría por la mente que tal Dios pudiera tan siquiera mirarme. La imagen que tenía de Él era de uno que era sumamente santo y, por ende, inalcanzable. Solamente unos pocos agraciados podían estar en Dios, pues habían alcanzado la “perfección”; y yo no era uno de ellos.
Seguí creciendo, y envolviéndome en ministerios. Dios me había dotado de ciertos talentos que nunca pensé tener. Participaba en dramas, en el grupo de adoración, en asistir en el cuidado de niños, entre otros. No obstante, aún no había tenido un encuentro con el Señor.
Pero llegó un campamento que Dios había separado para marcar mi vida. Fue un campamento conciliar de jóvenes. Yo iba con expectativas y con grandes preocupaciones. Recuerdo que el sábado, antes de que comenzara el culto nocturno le había hablado a Dios. Le dije que tenía que hacer algo conmigo. En ese momento necesitaba una experiencia. Por un lado quería conocerle más y quería que se me revelara maravillosamente; y por otro lado quería que interviniera en mis desvelos nocturnos, en los cuales luchaba contra perturbadores espirituales que asediaban mi habitación. Sabía que Dios era y que era poderoso, pero no le conocía verdaderamente.
Llegó el culto al anochecer. La adoración fue extraordinaria, se respiraba paz. Tan pronto culminó la misma, le dieron la parte al predicador invitado. Era estadounidense e iba acompañado de su grupo de jóvenes y de su señora esposa. Al tomar el micrófono, se presentó como de costumbre. Pero, de pronto, y de manera imprevista, frena. Dijo que antes de predicar, tenía que hacer un llamado. El Espíritu lo inquietó a llamar al altar a aquellos a quienes les era imposible el descansar por perturbadores espirituales. Tan pronto escuché, me paré ligeramente y salí al altar. . . una vez más. Estaba asombrado, pero no incrédulo ante el llamado que fue sumamente específico; justamente lo que le había rogado a Dios. Veo que la esposa del predicador se aproxima, pero mientras más se acerca, más quebrantado me sentía. Se acercaba más y mis lágrimas corrían por sí solas, no me explicaba. Lenguas de fuego salían de su boca, y, de pronto, su interpretación. Recuerdo que mi Dios me habló directo a mi corazón. Pude sentir su presencia, no distante, sino cercana y propicia a mí. Nunca había visto a Dios tan centrado en mí y tan preocupado por mí. Su amor dejó derramar sobre mí y me vi envuelto en sus brazos, a su merced.
Recuerdo que me dijo que mis perturbaciones cesarían, que había visto mi desvelo. Me dijo que en cada una de las vicisitudes que había pasado, Él había estado presente. Que mi relación con mi padre mejoraría. Y sobre todo, me dijo que me amaba. Eso suena trillado; Dios es amor, ¿no? Sin embargo, esta vez fue diferente. Su presencia lo reiteró, y el toque de su Espíritu validaba cada palabra que salía de su boca.
Me marcó esa noche. Me hizo saber que Él estaba y vela por mí. Aprendí esa noche que, por más insignificante que yo me sintiera, por más afectada que tuviera mi autoestima, por más inferior que me visualizara, Dios -el Rey de Reyes y Señor de Señores, el creador de los cielos y de la Tierra- me ama y permanezco siempre en sus pensamientos.
Desde ese día en adelante decidí contundentemente servirle y conocerle. Nunca más fui igual.
Te invito a que conozcas a ese Dios personal que está sumamente interesado en ti. Te aseguro que tu vida cambiará y no serás el mismo. Su misericordia cubre multitud de pecados, aún su mano no ha sido cortada para salvación.
[quote align=»center» color=»#5B6AFF»]Mi Casa es tu Casa y es Casa de Todos…[/quote]
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