El Maestro poseía una alegría sin igual. En Él no había sombra de tristeza ni de insatisfacción. La alegría de Cristo no se exteriorizaba con largas sonrisas y gestos eufóricos, pero fluía de su interior como agua que fluye continuamente de una naciente. Aquel que hablaba incisivamente para que las criaturas saciasen la sed del alma, la sed del placer, ahora estaba extremadamente triste, pues iba a cumplir su objetivo más grande: morir por la humanidad. Al interpretar lo que dejaban entrever los textos de su biografía, constatamos que su estado de ánimo deprimido no era causado por la duda en cuanto a tomar su copa o no, sino por el sabor intragable que contenía. ¿Tuvo Jesús depresión mayor? !No! En el Getsemaní su ánimo deprimido estaba en un grado de intensidad que solo las más graves enfermedades depresivas llegarían alcanzar. Con todo, su tristeza no existía desde hacía mucho tiempo. Había empezado solo algunas horas antes y fue provocada por la necesidad de anticipar los sufrimientos que recibiría a fin de prepararse para soportarlos. A lo largo de su vida y en los últimos momentos antes de ser traicionado y arrestado, no había en Jesús ningún síntoma de depresión. No se aislaba socialmente, le gustaba hacer amigos y compartir sus comidas. Tenía gran disposición para visitar nuevos ambientes y proclamar el «reino de los cielos». No era irritable ni inquieto; al contrario, lograba mantener la calma en las situaciones más adversas. Su sueño era saludable, dormía hasta en situaciones de turbulencia, como durante una tormenta en el mar. O sea, en Él no había nada que pudiera caracterizar una «depresión mayor»
[quote align=»center» color=»#BC7EA0″]Las semillas que plantó en los corazones aún no habían germinado, pero con una esperanza sorprendente, les pedía a sus discípulos: «Alzad nuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega» (Juan 4:35)[/quote]
Cristo era un crítico del comportamiento humano y de las miserias sociales, sus críticas eran ponderadas y hechas en el momento correcto. Era una persona animada. Nunca se dejaba abatir por los errores de los demás ni las situaciones difíciles. Las semillas que plantó en los corazones aún no habían germinado, pero con una esperanza sorprendente, les pedía a sus discípulos: «Alzad nuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega» (Juan 4:35). Cuando dijo aquellas palabras el ambiente que lo rodeaba era de desolación y tristeza. Ya tenía muchos adversarios y muchos enemigos que querían matarlo. Los discípulos alzaban los ojos y no veían nada más que un desierto ardiente. Pero Cristo veía más allá de los límites geográficos y de las circunstancias sociales. Su mirada penetrante avanzaba a ver lo que nadie más veía y, consecuentemente, se animaba con las cosas que hacían que otros desistieran.
No había en Jesús sombra de desánimo. Si hubiese sido solo un poquito negativo, hubiera desistido de aquellos galileos que lo seguían, pues le traían constantes trastornos. Si estuviéramos en su lugar, excluiríamos a Pedro por haberlo negado, a Judas por haberlo traicionado y a los demás por haber huido de su presencia. No obstante, su motivación para transformarlos era inalterable. Jesús de Nazaret cuando habló de su cuerpo y de su sangre en la Última Cena, había en Él una fuerte llama de esperanza por trascender el caos de la muerte. Al caer la última hoja del invierno, cuando todo parecía perdido, cuando solo había motivos para desesperación y llanto. Cristo alzó los ojos y vio las flores de la primavera ocultos en los troncos secos de la vida. Nosotros, al contrario, ante la primera señal de dificultad desistimos nuestras metas, proyectos y sueños. Necesitamos aprender de su ejemplo al alzar los ojos y ver detrás de las dificultades, dolores, derrotas, pérdidas y comprender que después de los inviernos más rigurosos pueden surgir las más bellas primaveras.
[quote align=»center» color=»#BC7EA0_CODE»]Ten presente que Cristo viene.[/quote]
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