El profeta es quien habla por otro, o sea en lugar de otro; equivale por ende, en cierto sentido, a la voz «intérprete» o «vocero». En el hebreo se designa al profeta con dos nombres muy significativos. El primero es «nabí» que significa «extático», «inspirado», a saber por Dios. El otro nombre es «roéh» o «choséh» que quiere decir «el vidente», el que ve lo que Dios le muestra en forma de visiones, ensueños. Ambos nombres expresan la idea de que el profeta es instrumento de Dios, hombre de Dios que no ha de anunciar su propia palabra sino la que el Espíritu de Dios le sopla e inspira.
El Espíritu del Señor los arrebataba, irrumpía sobre ellos y los empujaba a predicar, aun contra la propia voluntad (Is. cap. 6; Jer. 1, 6). Tomaba a uno que iba detrás del ganado y le decía: «Ve, profetiza a mi pueblo Israel» (Am. 7, 15); sacaba a otro de detrás del arado (III Rey. 19, 19 ss.), o le colocaba sus palabras en la boca y tocaba sus labios (Jer. 1, 9), o le daba sus palabras literalmente a comer (Ez. 3, 3). El mensaje profético no es otra cosa que «Palabra de Yahvé», «oráculo de Yahvé», «carga de Yahvé», un «así dijo el Señor”. Pero no siempre ilustraba Dios al profeta por medio de actos o símbolos, sino que a menudo le iluminaba directamente por la luz sobrenatural de tal manera que podía conocer por su inteligencia lo que Dios quería decirle (por ejemplo, Is. 7, 14). El profeta de Dios se distingue del falso por la veracidad y por la fidelidad con que transmite la Palabra del Señor. Aunque tiene que anunciar a veces cosas duras: «cargas»; está lleno del espíritu del Señor, de justicia y de constancia.
En estos tiempos aún existen, pero hay que estar muy atentos a escuchar la voz correcta.
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